Chernoyl, en medio del apocalipsis

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Liquidadores. “La vida no valía mucho”. Foto: Igor Kostin

Se les conoció como los “liquidadores”. Su misión: contener la contaminación radiactiva provocada por la explosión en la central nuclear de Chernobyl ocurrida el 26 de abril de 1986. Oleg Veklenko era uno de ellos. Llegó al lugar cuatro días después de la catástrofe. En entrevista con Proceso, Veklenko cuenta cómo 600 mil liquidadores evacuaron ciudades y aldeas, lavaron infructuosamente con productos químicos vehículos, calles y edificios y enterraron todo lo que pudieron… hasta pueblos enteros.

POITIERS, FRANCIA (Apro).- También le viene a la mente «una sensación de algo apocalíptico y, a la vez, profundamente irrisorio».

Veklenko habla despacio, en tono sarcástico. «El humor negro es lo que me salva», comenta este artista que el accidente nuclear de Chernobyl marcó de por vida, física y emocionalmente.

Pintor, dibujante y fotógrafo, Veklenko era también profesor de la Academia Nacional de Diseño y Artes de Járkov (segunda ciudad de Ucrania), donde ya enseñaba en 1986.

De la noche a la mañana se convirtió en uno de los 600 mil «liquidadores» —algunas fuentes hablan de 835 mil—que el Ejército Rojo movilizó en la «guerra contra la radiación», después de la explosión del reactor número 4 de la central nuclear de Chernobyl.

En 1986 Veklenko tenía 35 años y, como todos los soviéticos de su generación, era reservista militar.

El ex liquidador cuenta que la escuela estaba llenísima. Nadie entendía de qué se trataba. De repente todo se aceleró.

«Nos juntaron. Nos ordenaron deshacernos de nuestra ropa civil y vestir uniformes. Nos hablaron de un accidente en la central nuclear de Chernobyl y de la necesidad de ‘refuerzo’. Y sin más explicaciones nos subieron a camiones de transporte de tropas.»

Treinta años después Veklenko recuerda perfectamente lo que sintió al llegar cerca de la central.

«El despliegue militar era impresionante. Nunca habíamos visto tantos tanques, vehículos blindados, camiones. Había soldados por doquier y no vimos a un solo campesino. No dábamos crédito. Teníamos la impresión de actuar en una de esas viejas películas de guerra que veíamos por televisión, pero no entendíamos contra quiénes estábamos en guerra.»

CIUDAD FANTASMA

Algunos días después Veklenko logró divisar campesinos:

«Empezó la evacuación. Desde nuestro campamento militar veíamos pasar todo el día decenas y decenas de autobuses en los cuales se amontonaban campesinos con sus modestas pertenencias. Había mucha desesperación en sus rostros pegados a las ventanas… Les habían dicho que debían alejarse de sus casas tres días, pero muchos presentían que nunca volverían a la tierra de sus antepasados. Eso me confiaron algunos de ellos tiempo después. También se sacaba a todo el ganado… Eran verdaderas escenas de éxodo…»

Entre el 27 de abril y el 7 de mayo de 1986 se desalojó a toda la población de dos ciudades —Prípiat y Chernobyl— y de 70 pueblos y aldeas en un radio de 30 kilómetros alrededor de la central.

Construida en 1970 para acoger al personal de la central nuclear, Prípiat era «una ciudad modelo». Contaba con numerosos jardines, centros deportivos y culturales y, sobre todo, tiendas muy bien surtidas, un lujo en la Unión Soviética.

EL REACTOR NÚMERO 4

Las primeras horas que pasó en el caos que rodeaba el reactor número 4 de la central también quedaron grabadas en su memoria:

«Rebasaba la imaginación. El techo y la fachada norte, de hormigón armado, de la unidad 4 que albergaba el reactor habían sido derribados por la onda expansiva de la explosión. Se veían toneladas de escombros esparcidos por todas partes, enormes bloques de cemento reventados, un enredo monstruoso de cables eléctricos y de estructuras metálicas. Todo contaminado por la radiación, obviamente. Olía a quemado, pero era un olor a quemado especial: fuerte, extraño, que apretaba horriblemente la garganta.

Veklenko abre su computadora portátil. Busca fotos que logró tomar durante su estadía en Chernobyl, donde tenía a su cargo el club cultural del ejército.

En algunas de las imágenes que Veklenko hace desfilar en la pantalla de su computadora se ven soldados con mangueras que parecen regar todo lo que tienen a su alcance: vehículos, suelo, edificios, ruinas…

Veklenko señala grandes charcos de agua jabonosa en una foto: «No se sabía qué hacer con el agua radiactiva que se estancaba después de la descontaminación de los vehículos. Entonces se bombeaba y se vertía en los campos a algunos kilómetros de la central, sin preocuparse lo más mínimo de las aguas subterráneas. Se arrojaron así miles y miles de metros cúbicos de agua radiactiva. Lo mismo ocurrió con la tierra».

‘ENTERRARLO TODO’

Un clic y grandes contenedores metálicos aparecen en la pantalla de la computadora:

«En los primeros días que siguieron a la explosión se empezó a rascar la superficie de la tierra, cuya radiactividad era alarmante. La metíamos en estos contenedores que luego enterrábamos donde se podía. Se calcula que se enterró así un mínimo de 500 mil metros cúbicos de tierra radiactiva entre abril de 1986 y noviembre de 1988. Por supuesto a nadie se le ocurrió marcar en un mapa los lugares donde se encontraban esos contenedores. Después de la tierra se enterraron miles de vehículos imposibles de descontaminar. Y tampoco se señaló en mapas la ubicación de estos cementerios radiactivos.»

En todas las fotos los soldados se ven sin protección contra la radiación. Llevan ropa militar ordinaria y mascarillas de tela ligera que les tapa la boca y la nariz.

MUROS ANTIESPÍAS

El ex liquidador se ríe mirando la foto de una pancarta escrita en caracteres cirílicos que cuelga en la puerta de entrada de un edificio.

Traduce: «Vengan a descansar aquí adentro. La radiactividad es 10 veces más baja que en el exterior».

Pregunta: «¿No le gusta el humor de nuestros oficiales? Afuera la tasa de radiactividad era 2 mil veces superior a la radiactividad natural y dentro del edificio 200 veces, pero en ambos casos superaba muchísimo la dosis de 50 roentgens (unidades que miden las radiaciones ionizantes), más allá de la cual estaba prohibido exponernos. A estas alturas, ¿qué más daba 2 mil veces que 200 veces?».

Veklenko ríe ahora ante la imagen de un grupo de soldados que parecen construir una alta barrera.

Un nuevo clic y la pantalla se cubre con columnas de tanques blindados.

Cuando se le pregunta si fue en Chernobyl donde se derrumbaron sus convicciones comunistas, Veklenko contesta enseguida: «Fue la Unión Soviética la que se derrumbó en Chernobyl».

Después de unos segundos de reflexión, agrega: «En los medios artísticos e intelectuales de las grandes ciudades de la URSS, como Járkov, nadie se hacía mayor ilusión sobre el comunismo. Pero cuando llegué a Chernobyl encontré a mucha gente oriunda de regiones apartadas de la Unión Soviética, obreros y también campesinos de los koljoses (explotaciones agrícolas colectivas).

NUEVA SONRISA AMARGA

«Hoy fuera y dentro de la antigua Unión Soviética todo el mundo reconoce que los liquidadores salvaron a Europa de una catástrofe nuclear mayor. Y sin embargo, año tras año va disminuyendo la ayuda médica y material que se les había prometido».

Inagotable cuando recuerda su experiencia en Chernobyl, Veklenko se muestra muy cauto cuando se le interroga sobre su salud. Argumenta que no está en Francia para hablar de sus problemas personales. Reconoce sin embargo que lleva 30 años con una salud quebrantada, que tuvo cáncer, que está bajo control médico… No da más detalles. Sólo dice con su misma sonrisa cáustica que la vida sigue… y que a pesar de todo vale la pena vivirla.

Anne Marie Mergier

Chernobyl, a 30 años de la catástrofe nuclear

  • Este 26 de abril se cumplen 30 años de la catástrofe nuclear de Chernobyl, la más grande de la historia, cuando una explosión liberó una radiación superior a 500 bombas atómicas.
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Una vista aérea del reactor cuatro de la central nuclear ‘Vladimir Illich Lenin’ de Chernobyl en Prípiat, 26 de abril de 1986.

KIEV — El fin del mundo llegó silenciosamente a Prípiat en la Unión Soviética (Hoy Ucrania) un soleado día de primavera. Durante toda la jornada del 26 de abril de 1986, por las calles de esa ciudad soviética circuló el tráfico vehicular. Los comercios permanecieron abiertos y los medios de comunicación continuaron con su programación habitual. Incluso los capullos de las flores y las recién nacidas hojas de los árboles reforzaban la impresión de que todo rebosaba de vida. Sin embargo, las horas de la ciudad estaban contadas y la vida de sus habitantes no volvería a ser la misma.

De la noche a la mañana, la moderna Prípiat se transformó en el sitio más insalubre del planeta, por lo que pronto sus habitantes se convirtieron en los primeros refugiados atómicos de la humanidad. Aunque ellos no lo sabían, esa madrugada había explotado el reactor cuatro de la central nuclear Vladimir Illich Lenin de Chernobyl, la más potente de Europa y una de las joyas del complejo industrial soviético.

Treinta años después de la tragedia es imposible exagerar la gravedad de esos hechos o sobrevalorar sus consecuencias. Por un lado, las emisiones radiactivas debidas a la fusión del núcleo del reactor acabaron con la vida de más de 90.000 personas, dejaron 350.000 desplazados, produjeron millones de cánceres, propiciaron miles de malformaciones genéticas, y convirtieron en un antro reactivo un área del tamaño del departamento del Atlántico.

Hoy es ampliamente aceptado que el accidente contribuyó a la caída de la Unión Soviética. Junto a la guerra de Afganistán, que desde 1986 se convirtió en un lastre para el Ejército Rojo.

Sin embargo, el accidente de Chernóbyl no solo partió en dos el siglo XX, sino también la historia de la humanidad. De hecho, el accidente de la madrugada del 26 de abril abrió la caja de Pandora de un horror hasta entonces desconocido. Como dijo a FP Svetlana Alexiévich, autora de Voces de Chernóbyl y ganadora del Premio Nobel de Literatura de 2015, “la gente no está hecha para percibir todo el peligro que entraña Chernóbil. Este no trajo bombardeos, ni fuego. La amenaza que representa no se puede ver, ni sentir, ni escuchar. El peligro adoptó formas nuevas”.

Un Big Bang apocalíptico

Irónicamente, un test de seguridad mal planeado y peor ejecutado desencadenó el mayor accidente nuclear de la historia. Un ensayo que no buscaba reparar un daño, sino simplemente poner a prueba la capacidad del reactor de funcionar con un generador de diésel tras un apagón eléctrico. De hecho, el ensayo comenzó el día anterior –el 25 de abril– y debía terminar antes del atardecer. Pero una falla en una planta eléctrica local obligó a aplazarlo varias horas, lo que tuvo dos consecuencias importantes.

Por un lado, una parte del equipo que debía realizar la operación había encadenado tres turnos y llevaba más de 15 horas trabajando. Por el otro, algunos de los miembros que habían relevado a sus exhaustos colegas no tenían ni la experiencia ni los conocimientos necesarios para realizar la prueba, lo que contribuyó a agravar la cadena de errores que condujo a la catástrofe.

En efecto, entre la medianoche y la una de la mañana, los responsables de la central manipularon de tal manera sus sistemas, que crearon las condiciones ideales para que el núcleo del reactor se recalentara hasta entrar en fusión. Por supuesto, las señales de alarma saltaron en repetidas ocasiones. También es cierto que más de una vez los técnicos presentes en la sala de mando le expresaron sus temores a Anatoli Diatlov, el jefe de la planta y supervisor de la prueba de seguridad. Tampoco cabe duda de que a pocos instantes del desastre, este pronunció una frase que pasó a la historia de la infamia: “Los reactores no cometen errores, solo las personas”.

Sin embargo, es claro que ni Diatlov ni sus subalternos sabían que la planta tenía serios defectos de diseño que favorecían que el reactor se recalentara muy fácil y rápidamente. Tampoco, que esos cambios bruscos de temperatura podían suceder en zonas donde los sensores de la planta no los detectaban. En realidad, aunque se trataba de una instalación civil, Chernóbil funcionaba según una lógica vertical militar, en la que la obediencia estaba por encima de la sensatez y la lealtad a la ideología del Partido Comunista superaba el instinto de supervivencia.

A la 1:23:45 la suerte de la central estaba echada. En un abrir y cerrar de ojos, la olla a presión en la que se había convertido la planta explotó, con lo que la tapa de 2.000 toneladas del reactor voló por los aires. Esto permitió que el oxígeno entrara al núcleo del reactor, lo que desencadenó otro estallido, mucho más tóxico que el primero y también más poderoso, pues proyectó a un kilómetro de altura varias toneladas de combustible nuclear y de barras de grafito radiactivo.

Según los testigos, la escena era surrealista, y el conjunto recordaba un volcán en erupción del que salía un chorro brillante de luz multicolor. En realidad, se trataba de un arcoíris de la muerte cuyos efectos tardarán por lo menos 20.000 años en disiparse.

El Titanic soviético

Desde la posguerra, Moscú tuvo una relación ambigua con la energía nuclear. Si bien desde 1945 la Unión Soviética se había preparado para ataques como los de Hiroshima y Nagasaki, desde ese año la producción de electricidad a partir de la energía atómica se convirtió también en uno de los pilares de su desarrollo. Como decía Lenin, el socialismo consistía en “el poder de los sóviets más la electrificación”.

A su vez, la energía nuclear de uso civil era uno de los frentes en los que Moscú competía con Washington.

A los habitantes de Prípiat solo los evacuaron 36 horas después del accidente explicándoles que se trataba de algo temporal, para no alarmarlos. Y tres días después del estallido, el diario Pravda se refirió a la tragedia en su tercera página, en una breve que decía que el problema ya estaba bajo control. En efecto, el mundo solo se enteró gracias a la señal de alarma que hicieron sonar los suecos el 29 de abril, cuando los sensores de sus centrales nucleares revelaron que la atmósfera estaba llena de radiactividad. Solo ese día por la tarde el secretario general Mijaíl Gorbachov aceptó lo que ya era inocultable. Por ese entonces, la nube radiactiva ya había dejado su huella mortal en los habitantes de Prípiat y se extendía por todo el mundo y en cuestión de semanas llegó hasta Japón e incluso hasta las costas de California, a decenas de miles de kilómetros de distancia. Pronto, la cadena alimentaria de varios países del mundo se vería contaminada, y cientos de miles de personas consumirían comida con radiactividad.

Lo que siguió fue una de las mayores batallas que haya enfrentado la humanidad. También, un combate anómalo, en el que centenares de miles de personas provenientes de todos los rincones de la Unión Soviética se enfrentaron a la radiactividad, un enemigo invisible, pero implacable. Los llamaron los ‘liquidadores’, pues fueron ellos los encargados de limpiar la zona y de construir el sarcófago de Chernóbil, una estructura de hormigón armado para contener la amenaza radiactiva que representaba el corium, es decir, magma radiactivo en el que se había convertido el núcleo del reactor.

Con tal fin, tuvieron que exponerse sin la protección adecuada a altísimos niveles de radiactividad, que podían acabar con sus vidas en unos pocos minutos y afectar sus organismos a largo plazo con enfermedades que iban desde cataratas y dolencias cardiovasculares, hasta cánceres de próstata, colon, pulmón, riñón, estómago, sangre (leucemia) y sobre todo de tiroides.

Muchos de ellos eran muchachos que estaban prestando su servicio militar y decidieron cambiar tres años de combate en Afganistán por tres minutos limpiando las zonas más contaminadas del reactor. Sin embargo, un gran número de liquidadores tenía claro que se exponía a un peligro mortal, y en los momentos más dramáticos efectuaron viajes de solo ida hasta las entrañas del reactor. Ese es el caso de Alexei Ananenko, Valeriy Bezpalov y Boris Baranov, tres personajes poco conocidos que ostentan el honroso título de salvadores de la humanidad. En efecto, si ellos no se hubieran sumergido en las aguas radiactivas de los sótanos de la planta, el contacto entre ese líquido y el corium habría producido una segunda explosión, decenas de veces más poderosa que la primera, que se habría extendido a los tres reactores de la planta. El estallido habría borrado a Ucrania y a Bielorrusia del mapa y convertido a Europa en un desierto radiactivo.

Una crónica del futuro

“Si antes la tendencia general era comparar a Chernóbyl con una guerra, un tiempo después cesaron en esas afirmaciones”, dijo Alexiévich. Y, en efecto, con excepción de los escombros de la central nuclear y de un bosque que se enrojeció debido al paso del halo radiactivo, la explosión de 1986 dejó pocas huellas visibles.

Pese a que los niveles de radiación impedirán allí la vida humana durante los próximos 20 siglos, la región no parece hoy devastada. Más bien al contrario. La naturaleza luce exuberante, hay árboles entre los edificios, los bosques frondosos y las tierras no han dejado de ser fértiles. Solo los detectores de radiactividad indican que los niveles siguen siendo incompatibles con la vida humana.

Y, en efecto, es fácil pensar que como tantas tragedias, el horror de Chernóbyl cesó tras el esfuerzo heroico de los liquidadores y que la amenaza radiactiva es cosa del pasado. Sin embargo, las estadísticas son contundentes. Según el informe preparado por Ian Fairlie, un radiólogo independiente y miembro de la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear, 5 millones de personas siguen viviendo en zonas muy contaminadas en Ucrania, Bielorrusia y el oeste de Rusia. Además, el 42 por ciento de Europa está contaminada radiactivamente, con zonas particularmente afectadas, como el norte de Austria, el centro y el sur de Chequia, el sur de Finlandia y el oriente de Suecia.

En consecuencia, según su informe sobre los 30 años de la catástrofe (publicado a principios de este año), en esas regiones se han disparado los casos de leucemia, de cáncer de tiroides y de mama, lo mismo que la incidencia de tuberculosis, enfermedades cardiovasculares y defectos congénitos. Y según sus cálculos, se espera que en los próximos años aparezcan 40.000 cánceres en las zonas afectadas y que continúen defectos en los nacimientos. Como le dijo Fairlie a FP, “las generaciones humanas pasan, pero la radiactividad queda”. Y esa es una lucha de varios siglos, en la que, a diferencia de las guerras, solo habrá perdedores

Porfirio Díaz, un siglo en el exilio

  • México debate la figura del dictador que gobernó tres décadas a 100 años de su muerte

Porfirio Díaz gobernó a México durante tres décadas

Antes de que Porfirio Díaz abordara en el puerto de Veracruz el Ypiranga, el vapor que lo llevaría a Vigo, el general se despidió de Victoriano Huerta, el comandante de su escolta. Al abrazarlo, le susurró:

-Ya se convencerán de que la única experiencia de gobernar bien al país es como yo lo hice.

Era el 31 de mayo de 1911. Aquella mañana el general que había cimentado el México moderno comenzaba su exilio. El dictador que gobernó México desde 1877 pasó cinco días en Veracruz a la espera del barco que lo llevaría a Europa. Recibió la visita de ciudadanos, políticos locales y periodistas que le mostraban su solidaridad. Dos semanas después, cuando visitaba La Coruña, se topó con una manifestación en su contra. “Engendro de todos los males”, decía en los cartelones en manos de manifestantes.


Algunos caudillos de la Revolución eran seducidos por la figura de Díaz


A un siglo de su muerte, que se cumple este 2 de julio, la figura de Díaz sigue siendo ambivalente. Algunos lo consideran el mejor presidente que ha tenido México y anhelan en privado el retorno de sus restos desde el cementerio parisino de Montparnasse. Otros lo recuerdan como un tirano de mano dura y el villano protagónico de la historia nacional.

“Díaz fue derrocado por una Revolución que reescribió la historia para justificar el levantamiento armado, por lo que tuvo que satanizar al dictador”, explica Carlos Tello Díaz, un historiador que es también tataranieto del general. El autor publicará el próximo mes Porfirio Díaz, su vida y su tiempo, el primero de tres volúmenes de una biografía exhaustiva para comprender al militar oaxaqueño en su contexto histórico. “Se tiende a juzgarlo de forma anacrónica con valores del siglo XXI, cuando él nació y murió en el siglo XIX”.

Pero incluso algunos caudillos de la Revolución eran seducidos por la figura de Díaz. El general Álvaro Obregón, presidente de 1920 a 1924, era uno de sus grandes admiradores. Creía que su único pecado fue envejecer. Fue uno de los primeros mandatarios que gestionaron sin éxito la repatriación de los restos.

Para los militares no existe debate en torno a la figura castrense de Díaz, que a pesar de haber encabezado dos golpes de Estado, es recordado por su papel en el derrocamiento del déspota Antonio López de Santa Anna en 1855. También destacó en la guerra de Reforma que enfrentó a liberales y conservadores. El triunfo liberal lo catapultó a la política como diputado, cuando tenía 38 años de edad. Su paso por la Cámara fue breve e inmemorable (ofreció un solo discurso en tribuna). Dejó el Congreso para volver al campo de batalla y defender la patria frente a la invasión francesa de 1862.

Díaz, un liberal, arrebató la presidencia con un golpe de Estado aupado por un movimiento antirreelección contra Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada. Su régimen se cimentó en el famoso principio de “poca política y mucha administración”. En sus tres décadas como gobernante mostró un interés inusitado en la ciencia e invirtió en mucha infraestructura. La red ferroviaria pasó de tener 460 kilómetros a 19.000, similar a la que hoy tiene Reino Unido. La banca llegó al país.


Un periodo donde la oposición era suprimida. Uno de los ejemplos más cruentos es la aniquilación de la rebelión yaqui.


La Ciudad de México tenía poco más de 200.000 habitantes y 4.200 casas cuando comenzó el porfiriato. Sus señas de identidad se edificaron entonces con la construcción de palacios emblemáticos: el de Correos, Comunicaciones (hoy Museo Nacional de Arte) y el Teatro Nacional (Bellas Artes). Al igual que los afrancesados barrios de Reforma, Juárez y Condesa, hoy epicentro de la bohemia capitalina.

También fue un periodo donde la oposición era suprimida. Uno de los ejemplos más cruentos es la aniquilación de la rebelión yaqui. Su líder fue ejecutado y más de 15.000 indios de esta tribu del norte del país fueron enviados a plantaciones del sur a trabajar en condiciones que rayaban en la esclavitud.


 «Domesticó a los poderes, el Congreso era su club de amigos. Persiguió o compró a la prensa»

Alejandro Rosas, historiador

Otra deuda fue la política. El historiador Alejandro Rosas considera que Díaz fue el gran maestro del PRI que gobernó entre 1940 a 1970. Durante el régimen nacieron los vicios del sistema. “Fundamentó un estilo autoritario, de simulación, donde nunca faltaron las elecciones. Domesticó a los poderes, el Congreso era su club de amigos, persiguió o compró a la prensa. Hubo un gran avance, ¿pero a qué costo?”

El dictador vilipendiado comenzó a verse con otra luz hacia la década de los ochenta del siglo pasado, cuando los historiadores iniciaron una revisión crítica del porfiriato. Enrique Krauze fue uno de los primeros. En 1987 el Gobierno de Miguel de la Madrid autorizó una biografía elogiosa editada por la estatal Fondo de Cultura Económica y patrocinada por la Secretaría de Agricultura.

Uno de los mayores esfuerzos por reivindicar la figura tuvo lugar en el sexenio siguiente usando a la televisión como instrumento. Esta es la herramienta más poderosa para los cambios culturales en México. El Gobierno de Carlos Salinas (1988-1994) vio con buenos ojos la producción de El vuelo del águila, una telenovela de más de 100 episodios sobre la vida de Díaz.

“Fue una apertura, hubo una democratización de los medios y se colocó un evento histórico para reflexionar sobre él. Abrió mucho el debate público”, recuerda José Manuel Villalpando, un historiador que formó parte del equipo de investigación del proyecto y que encontró en París el certificado de embalsamamiento de Díaz. Gracias a él se sabe que el dictador descansa bajo su espada con una bandera de México.


 El magnate de Televisa, Emilio Azcárraga Milmo, soñó con transmitir en directo la repatriación del cuerpo

El magnate de Televisa, Emilio Azcárraga Milmo, un tenaz admirador de Díaz, soñó con transmitir en directo la repatriación del cuerpo del dictador. Promovió con tal intensidad la idea que acudió a Los Pinos a proponérsela al presidente Ernesto Zedillo en 1994. “Lo escuchó con atención, pero no le dio ninguna respuesta. No era el momento para hacerlo”, dice Liébano Sáenz, exsecretario del mandatario.

Ese momento aún no ha llegado, aunque la figura de Díaz sigue hechizando al poder. El presidente Felipe Calderón exploró la posibilidad de repatriarlo, pero consideró desafortunado hacerlo en 2010, aniversario del centenario del inicio de la Revolución.

La basílica de la Soledad, en Oaxaca, aún espera los restos de Díaz. La soledad aguarda el fin del exilio del dictador mexicano.

Watergate, el mayor hito del periodismo

El «Caso Watergate» fue mucho más que un escándalo político que puso un final oprobioso al gobierno de Richard Nixon. Catapultó de prestigio al periodismo independiente y de investigación como fiscal frente al abuso de poder.


Richard Nixon deja la Casa Blanca tras dimitir (1974)
Richard Nixon deja la Casa Blanca tras dimitir frente al escándalo del Watergate (1974)

En la mañana del sábado 17 de junio de 1972, Bob Woodward, periodista del Washington Post recibió una llamada de su editor para que se dirigiera a cubrir una audiencia judicial en la que serían presentados cinco sospechosos de haber asaltado, en la madrugada, la sede principal del Comité Nacional Demócrata, en el complejo de edificios Watergate, en Washington.

Woodward, que no llevaba ni un año como reportero en el diario, pensó que se trataba de una cobertura insignificante.

Al llegar al juzgado, se sentó desganado en una de las últimas bancas, pero cuando el juez Sirica le preguntó a James Mc.Cord, uno de los arrestados, dónde ejercía su oficio y este respondió que en la CIA, entonces Woodward y toda la sala se quedaron congelados.

Con ese episodio, arrancó el proceso de investigación periodística más importante y emblemático de la historia de Estados Unidos que llevó el 8 de agosto de 1974 a la dimisión del  presidente Richard Nixon.

El escándalo, que rodeó la revelación de actividades ilegales por parte de la administración republicana de Nixon durante la campaña electoral de 1972, justamente comenzó con el arresto de esos cinco hombres que estaban instalando equipos de grabación y fotografiando documentos en las oficinas del Comité Nacional Demócrata en el complejo Watergate en Washington D.C.

Los cinco hombres eran Virgilio González, Bernard Baker, James W. McCord, Eugenio Martínez y Frank Sturgis, todos miembros de la CIA. Ellos y E. Howard Hunt Jr. y Gordon Liddy fueron imputados por conspiración, robo y violación de las leyes federales sobre intervención de las comunicaciones. Fueron condenados en 1973.

Todos habían trabajado para el comité de reelección del presidente Nixon. Pero la conspiración alcanzaba a miembros de esferas más altas del gobierno. Después de múltiples peripecias judiciales y la instauración de una comisión investigadora en el congreso, la implicación de la administración de Nixon se fue haciendo cada vez más evidente. En abril de 1973, Nixon aceptó parcialmente la responsabilidad del gobierno y destituyó a varios funcionarios implicados.

La existencia de cintas magnetofónicas incriminatorias del presidente y su negativa a ponerlas a disposición de la justicia llevaron a un duro enfrentamiento entre el Ejecutivo y el Judicial. La opinión pública forzó finalmente a la entrega de esas cintas, en 1974, que claramente lo implicaban en el encubrimiento del escándalo. La evidencia hizo que Nixon perdiera sus últimos apoyos en el Congreso. El 8 de agosto comunicó su renuncia al cargo. Su vicepresidente, Gerald Ford, accedió a la presidencia e inmediatamente otorgó un perdón incondicional a Nixon.

El escándalo no solo provocó la dimisión de Nixon, sino que mandó a prisión al jefe de personal de la Casa Blanca, H.R. Haldeman, y al consejero presidencial John Ehrlichman.

El impacto que tuvieron las casi 400 notas periodísticas que publicó el Washington Post fue determinante en el desenlace de los hechos, pues el tono de la investigación cambió cuando Mark Felt, entonces el número dos del FBI y bautizado como Garganta profunda, comenzó a filtrar información a Woodward y Carl Bernstein, otro reportero del Post que se unió desde el inicio a la investigación.

“Con el caso Watergate la prensa de Estados Unidos empezó a marcar distancia del poder político en forma intrépida y a veces desafiante y obsesiva, pero que al final impidió que los esfuerzos y amenazas de Nixon, detuvieran la búsqueda de la verdad”, expresa Gerardo Reyes, periodista investigativo del Nuevo Herald de Miami.

El caso de Watergate es un hito en la historia del periodismo porque es el resultado de un esfuerzo auténticamente periodístico por denunciar los actos de corrupción y de encubrimiento, sobre todo del gobierno más poderoso del mundo; pero más allá de eso, es una lección de independencia de la prensa respecto al poder y de una gran integridad de no dejarse intimidar.

De ahí que el argentino Daniel Santoro, otro ícono del periodismo de investigación en América Latina, exprese que a 40 años de la caída de Nixon, gracias a la investigación del Washington Post, el rol del periodismo de investigación, como perro guardián de la democracia, es hoy más importante que nunca en América Latina. “Además, frente a la revolución tecnológica, solo va a sobrevivir el periodismo de calidad, una de cuyas patas es la investigación, añade.

“Watergate fue atendido por un fiscal y por organismos que investigaron. Pero en nuestros países, sobre todo en estos países en los que el Ejecutivo influye en los organismos de control, la denuncia queda sin ninguna o con una mínima consecuencia legal porque el gobierno siempre está diciendo que es producto de una campaña para desprestigiarlo o desestabilizarlo”, responde Reyes.

Pero sin lugar a dudas, asevera Santoro, el grano de arena que los periodistas podemos aportar a la mejora de la calidad de la democracia, está en investigar a los gobiernos, a las iglesias, a las corporaciones privadas y otros poderosos y no quedarnos solo con sus declaraciones. “Entonces, necesitamos tiempo, empresarios periodísticos dispuestos a asumir riesgos para llegar a la verdad y gobiernos tolerantes que permitan la sanción de leyes de acceso a la información pública”.

El Watergate no solo fue importante porque renunció Nixon para evitar un juicio político del Congreso por haber mentido y usado a sus servicios de Inteligencia contra periodistas y opositores, práctica que aún ejercen muchos gobiernos latinoamericanos, también lo fue porque creó la conciencia necesaria que inició el camino del acceso a la información pública, dice Santoro, quien puntualiza que se trata de un camino hacia una cultura de transparencia, que abandone la cultura del secretismo que dejaron las dictaduras de los setenta, y de gobiernos que entiendan que rendir cuentas de sus actos no es rendir cuentas al periodismo, sino a través nuestro, a la ciudadanía.

Tangentópoli

En 1992 un gigantesco terremoto político y social sacudía Italia, una gigantesca e inédita investigación anti corrupción contra la clase política y empresarial derivo en 1.250 condenas y pasaría a la historia como Tangentópoli.


Antonio Di Pietro (1992).
Antonio Di Pietro (1992).

El 17 de febrero de 1992 estallaba en Milán un enorme escándalo de corrupción: la detención in fragantti de Mario Chielsa, director de un asilo de ancianos, mientras intentaba deshacerse de un soborno tirando por el escusado 37 millones de liras fue el primer paso para el descubrimiento de una extensa red de corrupción que implicaba a las principales formaciones políticas del momento y a diversos grupos empresariales e industriales

La capital económica de Italia se convirtió en breve en Tangentópoli (“la ciudad de los sobornos”, en italiano), pero la trama superó en pocos meses los confines de Milán: el sistema que los fiscales habían descubierto no era una excepción local, sino la normalidad que había garantizado el funcionamiento de los partidos tradicionales durante décadas de democracia. “Lo que todos saben es que gran parte de la financiación a los partidos es irregular o ilegal. Los partidos que cuentan con grandes aparatos (…) han utilizado y utilizan recursos adicionales de forma irregular o ilegal. Si gran parte de esta materia debe ser considerada materia criminal, entonces gran parte del sistema sería un sistema criminal. No hay nadie en esta sala, responsable político de organizaciones importantes (…) que pueda jurar lo contrario”, declaraba en marzo de 1992 Bettino Craxi, líder socialista y antiguo primer ministro, principal protagonista la trama de corrupción, delante del mismo Parlamento.

Detrás del caso Tangentópoli entre 1992 y 1994, estuvo el fiscal Antonio Di Pietro, que realizó junto otros fiscales más de 3.000 investigaciones y emitió cerca de 1.250 condenas, incluso contra el propio Bettino Craxi que escapó a Túnez cuando sus juicios todavía no habían terminado previendo lo que iba a suceder. No volvió nunca más a Italia y murió en Túnez en 2000.

Con cientos de arrestos domiciliarios e internamientos en prisión, la Tangentópoli había evidenciado dramáticamente a toda la clase política italiana, supuestos rivales en lo electoral y cómplices de sobornos en la intimidad. La partidos dominantes desde el final de la segunda guerra mundial sucumbirían y la geografía política no volvería a ser la misma.

El caso italiano fue el más agudo y prototípico pero no un fenómeno aislado pues los escándalos se extendieron a otros países europeos, especialmente Francia y España. Al principio las repercusiones aunque impresionantes fueron principalmente dentro de Italia. Sin embargo, a consecuencia de ello, en el seno de la OCDE y dentro de la Unión Europea surgen grupos de trabajo contra soborno y lavado de dinero.

El «Nüremberg argentino»

El 22 de abril de 1985, en el marco de la entonces incipiente democracia argentina, la justicia civil iniciaba el primer juicio en el mundo desde los juicios de Nüremberg en Alemania (1945-1949) realizado por un tribunal civil a militares acusados de violaciones sistemáticas a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad.


Juicio a las Juntas

Buenos Aires.- «Señores jueces ¡’Nunca Más’!» clamó el funcionario del Ministerio Público, el fiscal Strassera, al elevar al tribunal su petición de condenas contra los comandantes de las juntas militares sentados en el banquillo de aquel juicio que pasó a denominarse el ‘Nüremberg’ de Argentina.

Ese proceso ordenado por el entonces gobierno del presidente Raúl Alfonsín (1983-1989, socialdemócrata) fue el primero en el mundo realizado por un tribunal civil a militares acusados de asesinatos masivos desde los Juicios de Nüremberg, de 1945 a 1949 en Alemania. Y llevó al banquillo a los ex jefes del régimen de la dictadura militar argentina (1976-1983).

El ‘Nuremberg’ argentino duró casi ocho meses. Unos 800 testigos narraron ante los jueces de la Cámara Federal el horror de las torturas, las violaciones, los secuestros, y las desapariciones que habían sufrido ellos mismos o sus familiares y amigos. La dictadura dejó un saldo de 9.000 a 30.000 desaparecidos, según recuentos públicos documentados y privados, respectivamente

El 9 de diciembre de 1985, la Cámara Federal dictó sentencia. Condenó a cadena perpetua a Jorge Rafael Videla (presidente de facto de 1976-1981) y a Emilio Massera; Roberto Viola, 17 años de prisión efectiva; Armando Lambruschini, 8 años, y Orlando Agosti, 4 años y 6 meses.